Delimitemos el problema Sampedro
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¿DERECHO A SUICIDARSE?
Pilar Zambrano. Departamento
de Filosofía del Derecho,
Universidad de Navarra, enero, 1998
Frecuentemente olvidamos que el primer paso para solucionar
un problema consiste en delimitarlo claramente, y nos sumergimos apasionadamente
en discusiones que, por quedarse en la periferia del asunto, terminan
siendo tan fogosas como estériles. El actual debate en torno
a la licitud o ilicitud de la eutanasia, reabierto con ocasión
del homicidio consentido del Sr. Ramón Sampedro, constituye un
ejemplo paradigmático de esta incapacidad de centrar el análisis
en la médula del asunto. Que el diálogo no sea de sordos
depende, en buena medida, de que se llegue a un acuerdo sobre el alcance
de los conceptos que en él se emplean. En particular, y entrando
ya en el tema del artículo, resulta imprescindible puntualizar
lo siguiente:
I) A qué situación vital nos referimos
cuando propugnamos o condenamos la despenalización de la eutanasia
(o, en términos del Derecho Penal español, el auxilio
al suicidio y el homicidio consentido previstos en el artículo
143 del Código Penal; o bien la omisión del deber de asistencia
médica, tipificada en el art. 196 del mismo código).
II) Qué se entiende por dignidad cuando,
en su nombre, se defiende lo que aquí denominaremos «eutanasia
propiamente dicha».
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La suspensión o no aplicación de tratamientos
médicos es correcta en ciertos casos
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I. Con relación al primer punto, resulta necesario distinguir,
por lo menos, tres supuestos básicos: la «eutanasia propiamente
dicha»; los cuidados paliativos en la fase final de un proceso
mortal irreversible; y la denominada «ortotanasia». La distinción
entre uno y otro caso es decisiva: únicamente en la «eutanasia
propiamente dicha» se colabora con la ejecución de un suicidio
ajeno, sea por omitir su prevención -eutanasia pasiva-, sea por
actuar positivamente provocando la muerte -eutanasia activa-.
La eutanasia pasiva se da principalmente en el
ámbito médico, al omitirse cualquier tratamiento que reúna
las siguientes características: i) que sea capaz de detener un
proceso mortal reversible; y ii) que el sufrimiento que ocasione al
paciente sea proporcionado a los beneficios que de él le resulten.
La ausencia de cualquiera de las dos características
mencionadas nos sitúa de lleno en la tercera de las hipótesis
del comienzo: la «ortotanasia» (o «muerte correcta»).
Con ella se alude a la suspensión o no aplicación de tratamientos
médicos incapaces de detener la muerte o de obtener resultados
proporcionados al medio que se utiliza. Por contraposición a
lo que ocurre en la «eutanasia pasiva», no hay aquí
una colaboración en un suicidio, sino la simple aceptación
de la condición limitada de la ciencia médica y, antes,
del hombre. Finalmente, tampoco la aplicación de cuidados paliativos,
aun cuando aceleren la muerte, debe confundirse con una asistencia al
suicidio, ni objetiva ni subjetivamente. Objetivamente, porque la causa
eficaz de la muerte no son los cuidados paliativos, sino cualesquiera
otros factores que hayan desencadenado el proceso mortal. Subjetivamente,
porque la intención directa y principal no es acelerar la muerte,
lo cual se acepta o tolera como un efecto malo pero proporcionado al
efecto bueno directamente buscado: disminuir el sufrimiento.
Las distinciones precedentes tornan superflua
buena parte del debate actual sobre la eutanasia. En efecto, no pocos
de los que abogan por la despenalización de los supuestos previstos
los artículos 143 y 196 del Código Penal proponen ejemplos
encuadrables ya en la ortotanasia, ya en los cuidados paliativos que,
por lo que llevamos dicho, no precisan de aquella despenalización
por no constituir auténticos suicidios. (Aunque, para mayor seguridad
jurídica, quizá convendría referirse expresamente
a ambos supuestos en una futura reforma del Código Penal).
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Dignidad, para los partidarios de la eutanasia, implica
un poder de autodeterminación moral absoluta
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II. La despenalización de la «eutanasia propiamente dicha»
-realmente encuadrable en los tipos descritos en los artículos
143 y/o 196 del CP- se suele defender sobre la base de una particular
interpretación del artículo 10.1 de la Constitución
Española, que proclama a la dignidad como fundamento de los derechos
fundamentales. En este sentido, se da por sobreentendido que la dignidad
implica, por definición, un poder de autodeterminación
moral absoluta que incluya el derecho a darse la propia muerte. La naturaleza
de este artículo no nos permite analizar a fondo la viabilidad
de esta interpretación, por lo cual nos limitaremos a explicitar
algunos de los problemas de orden teórico y práctico que
se siguen de esta propuesta.
Desde un punto de vista teórico, si los
derechos humanos o fundamentales tienen por objeto, en conjunto y en
particular, un poder absoluto de autodeterminación moral, se
torna imposible justificar razonablemente el contenido de cada uno de
ellos. Toda su fuerza radicará en el mero hecho de haber sido
aprobados por una mayoría, y las mayorías -como lo demuestra,
entre muchos ejemplos posibles, el caso del nazismo- no son una garantía
infalible de la intangibilidad del valor de la persona. A fin de eludir
este peligro real del abuso de las mayorías, se suele repetir,
un poco mecánicamente, aquella sentencia de Stuart Mill según
la cual todo interés -incluso el de morir- es defendible jurídicamente
mientras no afecte a los intereses de terceros. Derecho e interés,
en esta inteligencia, terminan confundiéndose. No solamente por
el afán práctico de hacer frente a una eventual arbitrariedad
de la mayoría gobernante, sino también porque, desde un
punto de vista lógico, la autodeterminación moral absoluta
a la cual apuntan los derechos corta de raíz cualquier posibilidad
de identificar bienes jurídicos objetivos.
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Es imposible en todos los casos garantizar la libertad
del suicida
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Pero este planteamiento funciona únicamente en una situación
social utópica, donde el ejercicio de los derechos-intereses
se desarrolle siempre en perfecta armonía. Pues la única
manera imaginable de resolver un eventual conflicto de intereses contrapuestos
consiste en recurrir a un fin objetivo al cual referirlos y con el cual
medir su respectiva razonabilidad. Y si la dignidad a la que apuntan
los derechos-intereses se identifica con un poder de autodeterminación
moral absoluto esta referencia se torna claramente imposible.
Para quienes defienden esta tesitura tanto el
suicidio como la eutanasia constituirán auténticos derechos
en la medida en que algún sujeto invoque un interés en
morir, en el primer caso, o en auxiliar a otro a causarse la muerte,
en el segundo. Pero, y aquí está el problema, la misma
capacidad absoluta de autodeterminación moral sirve para fundar
un interés social opuesto. Pues no es irrazonable suponer que
una actitud estatal pasiva -e incluso promotora- de la libertad para
suicidarse o ayudar a otros a suicidarse conduzca a un debilitamiento
de la obligación estatal -primaria e irrenunciable- de defender
la vida de la amplia mayoría de personas que desea continuar
viviendo, aun en situaciones en que algunos pocos preferirían
morir. ¿De qué modo puede el Estado asegurarse de que la
decisión del sujeto suicida fue tomada libremente? Podrá
quizá -y con grandes dificultades- probarse que su última
voluntad era morir, pero ¿cómo saber si se trata de una
voluntad no influenciada directa o indirectamente por terceros? Lo cual
es especialmente arduo en los casos, por cierto, no poco frecuentes,
en los que el enfermo se siente una carga para su familia. Estas premisas,
por tanto, bien podrían fundar un interés social contrario
al interés en legalizar la eutanasia. El punto a dilucidar por
el legislador o por el juez, según cuál sea el campo de
decisión sería, en esta inteligencia, el siguiente: ¿cuál
de los dos intereses debe prevalecer? ¿el interés en suicidarse
o auxiliar al suicidio, o el interés en prohibir dicho auxilio?
Se trata de un asunto que no puede ser resuelto desde una perspectiva
antropológica liberal, pues la autodeterminación moral
absoluta a la cual tenderían ambos intereses nos priva del tercer
elemento objetivo con el cual decidir su razonabilidad. En suma: la
defensa de la eutanasia conlleva la de un concepto hueco de dignidad
humana, que vacía de sentido a los derechos fundamentales y los
deja a merced de los caprichos del poderoso de turno.
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La proscripción de la eutanasia es una exigencia
de la supervivencia del Derecho
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La única forma de solucionar razonablemente este y otros conflictos
jurídicos consiste en referir los derechos a un hombre que reconoce
pero que no crea normas morales y, por ende, que reconoce pero que no
inventa un catálogo de derechos humanos. O, en otros términos,
en relacionar estos derechos con un fin objetivo que los dote de un
contenido material bien delimitado. Lo cual, si bien implica poner un
coto a la carta de derechos -no habrá más derechos que
los que conduzcan a la efectiva actualización del hombre en sociedad-
constituye la única garantía contra la arbitrariedad de
una mayoría o de un juez cuyas decisiones se apoyan únicamente
en la fuerza de su autoridad. Y, de más está decirlo,
quien reconoce pero no crea sus propias normas morales no tiene derecho
a realizar el único acto capaz de cortar definitivamente con
toda posibilidad de cumplirlas.
Es cierto que la falta de derecho a hacer u omitir
determinadas conductas no justifica sin más una injerencia coactiva
por parte del Estado. Además, sería preciso demostrar
que la acción u omisión en cuestión afecta substancialmente
al bien común. Lo cual, en el supuesto del suicidio y la eutanasia
que venimos analizando, se traduce en la necesidad de probar que ninguna
vida humana -ni siquiera la vida humana no querida- le es indiferente
a la sociedad. O, en otros términos, que toda persona es portadora
de un valor jurídico intrínseco que el Estado está
llamado a proteger. Pero esto es harina de otro costal. Basta por el
momento con señalar la inevitable consecuencia lógica
que se sigue de suscribir un derecho fundamental a disponer de la propia
vida: la relativización del valor de la persona y, con ello,
de todos los derechos que se dicen inherentes al hombre. O, lo que es
lo mismo, el reemplazo del gobierno de la razón de la mayoría,
por el gobierno de la fuerza ciega de la mayoría. Quizá
no resulte desproporcionada, entonces, la sugerencia de que la proscripción
de la eutanasia es una exigencia de la supervivencia del Derecho.
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