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Entrevista publicada en Mundo Cristiano, 226 (1981) 22-28 |
—¿Juzga usted que el médico ha obrado razonablemente diciéndole que va a morir y que sólo le queda poco tiempo de vida? —Personalmente, estoy sumamente agradecida a ese médico. Esto tal vez no hubiera sido de desear en ciertos casos. Pero en cuanto a mí, siempre he esperado que los médicos me harían este favor. Antes de la muerte de mi padre pasamos los seis últimos meses tras una barrera de mentiras. Créame, eso es la cosa más terrible y más penosa que me ha sucedido en la vida. Yo sabía que mi padre era un hombre notable, un excelente hombre, un perfecto cristiano, y que si el médico hubiera tenido suficiente consideración respecto de él para decirle lo que se me ha dicho a mí, no habríamos vivido aquellos seis atroces meses.
—¡Bueno! ¿Le ha sucedido a usted trabajar toda la noche o pasarla bailando? ¿Se ha apoderado de usted alguna vez una idea maravillosa que le impedía dormir y le ahogaba a pasarse la noche escribiendo? ¿Ha sido alguna vez presa de una pasión que le ha obligado a pasarse la noche entera en la ventana mirando la luna descender por el horizonte? Bien; si usted ha hecho alguna de estas cosas, comprenderá la impresión que se siente cuando viene la oscuridad y el mundo se calla. Habrá conocido esos momentos notables entre las dos y las cuatro de la mañana, cuando el cuerpo está en reposo, pero el espíritu despierto. Se percibe la verdad, la oscuridad se desvanece y la luz vuelve. Personalmente, para mí, la muerte no ha sido nunca otra cosa que el paso de un día a otro; pero esto es una impresión personal mía.
—No temo lo desconocido. Tengo tres hijos cuyas edades oscilan entre los trece y los diecinueve años. Ellos son casi toda mi vida. Pero como cristiana que soy, sé que no morimos más que cuando Dios quiere y no en otro momento, y que si Él me llama, Él velará por ellos. Entonces... esto, en el fondo, no es tan espantoso...
—Desde luego. Pero mire, siempre he considerado que la mejor cosa era sentarse al sol y dar gracias a Dios por su Divinidad. En el colegio, cuando era pequeña, la Hermana decía que si queríamos apreciar una cosa en su justo valor, había que preguntarle bajo qué aspecto se nos aparecía esta cosa en nuestro lecho de muerte y decirse. «Si muero esta semana, ¿tal o cuál cosa hubiera sido importante». Estas ideas dan una excelente escala de valores cuando uno piensa en sus amigos, en su trabajo o en lo que sea. Ahora en suma, no haber rezado bastante y no haber amado bastante.
—Pero, dígame, ¿qué entiende usted por rezar?
—Me enseñaron que la oración consiste en elevar el alma y el corazón a Dios. A medida que los años han pasado, me he dado cuenta de que orar es despojarse de sí mismo, de todo su ser, hasta que no queda en el alma más que una zona de paz, que se ofrece al Señor y que Él la llena de su bondad, de su divinidad. Me he dado cuenta que la acción debe proceder de la oración; y que toda acción que no tenga su origen en la oración, no conduce a nada. Muchas acciones en el curso de mi vida no han ido acompañadas de la plegaria; por eso han finalizado en nada.
—¿Puede usted definir el amor? Personalmente creo que el amor no tiene nada que ver con el hecho de tener reacciones y emociones agradables. Mire el Crucifijo. Es la negación de sí mismo y para todo cristiano simboliza el Amor; pero después del Viernes Santo hay la sorpresa gloriosa del día de Pascua. El amor, para toda persona que se dice cristiana, es parte integrante de todo eso y también parte integrante de su vida.
—¡Qué disparate! Eso no tiene pies ni cabeza.
—La vida es un don inmenso, es el mayor don que Dios nos puede hacer. Y la vida del alma, la verdadera vida, es eterna, no cesará porque mi cuerpo muera. Mi cuerpo es la parte menos importante de mi ser. Cuando el médico me ha dicho que iba a morir, que era mejor que volviese al hospital, yo he contestado: «No, perdone; le agradezco mucho el haberme dicho la verdad; pero me voy a agarrar a la vida, no voy a volver al hospital». Discutimos, porque él creía que debía volver al hospital para esperar allí mi fin, y qué sé yo... Creo que fue San Ignacio el que, cuando estaba barriendo el pasillo, fueron sus novicios a preguntarle qué es lo que haría si de repente tuviese la certidumbre de que dentro de diez minutos iba a llegar el fin del mundo, y respondió: «Continuaría barriendo el pasillo». Esto es precisamente lo que voy a hacer, y no sólo porque amo a Dios, sino porque estoy convencida de que Dios me ama.
—¡Oh, no! En primer lugar, Dios no me lo permite, porque mis fuerzas físicas disminuyen sin cesar. Y porque no consigo orar bien, pues yo nunca he rezado mucho, he vuelto a mis costumbres preferidas cuando era joven antes de casarme. Me concedo el privilegio de asistir a Misa y comulgar todos los días. Incluso si no se consigue dirigir una oración al Señor, siempre se puede obtener consuelos pensando en Él. Se le puede ofrecer nuestra presencia, nuestra oración, que es algo que reconforta todo el día.
—Puedo decirle algunas cosas que me
resultan importantes ahora. Veo muchos padres con sus hijos.
Me merecen mucho afecto los jóvenes; pero me parece
que los adultos están tan absorbidos por el lado
material de la vida, que acaban por perder el contacto con
sus hijos. Si se parasen un momento a reflexionar y se
dijeran: «Quizá la semana que viene
estaré muerto. Lo que es importante es que sepa que
yo, su padre, siento amor por él, que le encuentro el
mejor de los muchachos». Si los padres pudieran decir a
sus hijos: «Te respeto, estoy orgulloso de ti, te
quiero», estoy segura de que los hijos se
esforzarían en merecer el respeto de los padres.
—Yo creo que hay que entregarse a Dios antes de agotar todos los recursos. Usted es padre de familia. Usted no estaría contento si su hijo llegase al último extremo sin antes haberse vuelto hacia usted y le hubiese pedido ayuda. Entonces, ¿por qué no se porta usted de la misma manera con Dios?
—Todos los días le digo a Dios: «Dios mío, moriré cuanto Tú quieras que muera, no cuando los médicos digan que voy a morir». Creo que un milagro es suspender las leyes de la naturaleza. ¿Por qué habría de hacer Dios un milagro por mí?
—Si Él quiere hacer un milagro, ya lo hará.
—De ninguna manera.
—Siento tener que contestarle que todo eso de la injusticia es una tontería. Nosotros no podemos arrogarnos el derecho de decidir lo que es justo o injusto. Dios es Amor, Dios es Justicia. Además, prefiero beneficiarme de la misericordia divina más que de su justicia. En cuanto a la historia del pecado... Bueno; nuestro Señor nos ha contado la parábola de los obreros en la viña. Los que han llegado a la hora undécima. Aunque el malo caiga, puede ser salvado por la misericordia de Dios en el último minuto. Algunos tardan más tiempo que otros en encontrar el camino de la salvación. Muchas veces luchamos contra Dios cuando somos jóvenes, nos debatimos con el Señor hasta que quedamos magullados; luego, un día, Él nos dice una palabra al oído y todo se transforma. La vida cambia completamente de sentido. Usted sabe que los grandes psicólogos, como Hughes, dicen que en nuestra juventud nos comprometemos con la realidad exterior y que en la madurez nos replegamos sobre nosotros mismos; después llegamos al pleno florecimiento, y a continuación declinamos hasta la tumba. Pero como cristianos, percibimos un resplandor en el horizonte. Este resplandor da un sentido totalmente diferente a la vida.
—Dios me ha creado y traído al mundo para que le conozca, le ame y le sirva en este mundo, y para que conozca la dicha de su presencia en el otro.
—Esto forma parte de mí misma.
—Cuando un chico dice a una chica: «Te quiero; cásate conmigo», y se casan, están unidos para toda la vida. No se repiten todo el tiempo «te quiero, te quiero»; viven su amor. El cristianismo es así. Usted pertenece a Cristo; su misma vida es un testimonio cristiano; usted debe amar y servir a Cristo en los demás. No llegará a ello sólo por el pensamiento o la palabra; llegará por la manera de comportarse. Creo que concedemos demasiada importancia al lado intelectual de la vida y a la acción. Y se puede llegar tan bien al Señor por el amor como por el pensamiento.
—Me hace usted pensar en un elefante. Es lo que hacen los elefantes cuando presienten que van a morir.
—Nuestro Señor ha llevado su cruz hasta el Calvario y su Madre le ha seguido. Era una mujer, y ha permanecido al pie de la cruz mientras su hijo moría en ella. Él, el Hijo, ha aceptado eso..., y no ha habido amor y comprensión más perfecta. ¿Por qué no hacer nosotros lo mismo? ¿No podemos amarnos también de esa manera en el Señor?
—No he reflexionado demasiado; pero soy
muy feliz dejándome en manos del Señor. Por lo
que sé, puedo morir en el autobús, rodeada de
extraños, y entonces para qué me voy a
preocupar de eso... |
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