Tengo el sida. Dios, ¿por qué me haces esto?

 

F. de Mateo. Vivir Sanamente el Sufrimiento, p. 163 ss
Reflexiones a la luz de experiencias de enfermos. VVAA
Conferencia Episcopal Española. Departamento de Pastoral de la Salud

 

No me di por aludida

 


Cuando me dijeron que tenía el sida, el verano pasado, reaccioné con una frialdad total, como si la cosa no fuera conmigo. Recuerdo que la doctora que me había tratado la típica infección «oportunista» y me había prescrito la prueba del VIH entre otras muchas, hablaba muy bajito y muy deprisa y se iba poniendo cada vez más nerviosa ante mi cara impasible. Más tarde, ya con el médico que trata esta infección en el hospital, volví a verme como habría contemplado a una actriz desde el patio de butacas: dispuesta a encarnar la imagen de la serenidad perfecta hasta el final.

 

Siendo periodista conocía bien la enfermedad

 


Sin embargo, como periodista que soy, sabía bastante del sida -era un tema que me interesaba profundamente desde el punto de vista social- y todo lo que conocía de la enfermedad me parecía sencillamente aterrador. Y he aquí que yo la estaba desarrollando ya, sin haber sabido previamente que estaba infectada, y encaraba el caso como si no tuviera relación con mi persona. Di al médico la fecha exacta de mi contagio: sólo podía proceder de la transfusión que me habían hecho varios años antes en el curso de una operación: él apuntó otro factor de riesgo: mi marido. Precisamente por entonces nos acabábamos de separar, pero yo sabía por instinto que él no me había contagiado. (Esto se demostró cuando, avisado de lo que ocurría, se hizo a su vez las pruebas y resultó seronegativo).

 

Todos esperaban mi derrumbamiento menos yo

 


Las primeras semanas mantuve la misma calma helada. «Aquello» no me afectaba y yo tenía que tranquilizar a mis hermanos, a los amigos que habían seguido con preocupación el proceso y a los propios médicos, que parecían esperar mi derrumbamiento de un momento a otro. Mis hijos, ya mayores, habían reaccionado de una manera espléndida: sabían del sida mucho más que yo y dieron por hecho que en ningún momento habían corrido, ni iban a correr, el menor riesgo de contagio; pero su esfuerzo por hablarme de nuevas terapias, sus invitaciones para salir con ellos y distraerme, me decían claramente que estaban preocupados por mí. Tenía, por tanto, que estar alegre, canturrear cuando estaban cerca, reírme a carcajadas, arreglarme más que nunca...

Llegó el invierno. Me mantenía físicamente bien y todos se fueron olvidando del problema. Nos acostumbramos a la rutina de los análisis y las visitas al hospital cada quince días. Mis hijos volvieron a sus estudios y a su vida de siempre. Empecé a estar inquieta y a tener que esforzarme mucho para no enfadarme por todo. El 31 de diciembre por la noche, cuando los chicos salieron y me quedé sola, lloré amargamente. Entonces me confesé a mí misma lo que había intentado ocultar: «Estoy desesperada -pensé-. Tengo mucho miedo».

 

 

La oración me sostuvo en medio de mi rebeldía

 


En el terreno espiritual me había ido pasando algo parecido. Yo estaba viviendo, hacía algún tiempo, un momento de conversión. Se traducía en un deseo de mayor entrega a Dios y al prójimo, de disponibilidad ante lo que la vida me trajese, de austeridad y solidaridad con los menos favorecidos que yo, etc. Cuando supe que tenía el sida dediqué mucho tiempo a la oración y llegué a la conclusión de que quería acoger con amor cada instante de mi vida, bueno o malo, por la única y sencilla razón de que Dios me amó primero y me seguía amando. Fue como una luz que me mantuvo con un estado de paz interior, casi de gozo, mientras me ocupaba de los demás. Pero al irme quedando a solas con mi enfermedad, esa luz se apagó también. Yo seguía diciendo a Dios que le amaba y que aceptaba lo que me estaba sucediendo. Pero en la mañana del 1 de enero, después de la crisis desesperada de la Nochevieja, me senté junto al sagrario, en una iglesia casi vacía, y volqué todo mi dolor con absoluta sinceridad. Me dirigí a Dios y le dije algo así: «Te estás pasando conmigo, ¿sabes? Amé a un hombre encantador, me casé con él y resultó un farsante que me destrozó la vida. Dejé mi trabajo para cuidarle en su enfermedad y su depresión y tan bien lo hice que volvió a ser el de siempre y tuvimos que separarnos. Recibí una sola transfusión y me metieron en la sangre la enfermedad más terrorífica del siglo. En menos de un ano he perdido el trabajo, el marido, la estabilidad económica, la salud y hasta la esperanza de una muerte digna. ¿Por qué me haces esto? ¿Qué clase de heroína crees que soy? ¿Por qué me hiciste creer que podía acoger en mi corazón, apoyada en ti, tanta pobreza y luego desapareciste? Ya sé que soy una pecadora, pero jamás creeré que me estás castigando por algo. ¿Dónde quedaría entonces aquello de la oveja perdida, la fiesta en tu Reino por el pecador que se convierte y todo lo demás?»

 

Reconocí que Dios es Padre aunque no lo comprenda

 


Después de este estallido me sentí casi blasfema y quise pedir perdón, pero me di cuenta de lo absurdo de mi actitud. Si Dios me conoce hasta el fondo de mi alma, ¿de qué sirve que le diga que lo acepto todo cuando estoy sintiendo lo contrario? ¿Alguien puede mentir a Dios como se miente a los hombres? Creo en Dios, no puedo evitarlo. Y creo que es mi Padre y me ama, aunque no soluciona mis problemas, porque quizá si lo hiciera él sería un mago y esta vida una historia de ciencia ficción. Creo que aquella luz que vi era auténtica, aunque de momento se haya apagado. Creo que volverá a encenderse y apagarse mientras que quede vida, y que Dios estará junto a mí, sufriendo o gozando conmigo, en la oscuridad como en el resplandor. He comprobado en mi carne que muchos cristianos vivimos de teorías. Hablamos del dolor aceptando gozosamente y de que para llegar a la Resurrección hay que pasar por la cruz; decimos que la fe es una gran ayuda en el dolor y sin duda todo es cierto. Pero luego llega el sufrimiento y la cosa cambia. En algunos momentos yo he experimentado la fe como una carga, porque sé lo fácil que sería poner fin a mi vida de una manera limpia y tranquila, si no creyera en ese Padre que no me abandona y sufre conmigo. No sé si todo esto es muy ortodoxo, pero es mi realidad. Y creo que mi realidad es lo que Dios más ama. Desde que soy sincera con él, me siento mejor.

 

 

Pese a todo vivo de esperanza

 

 

 

 

 


Me doy cuenta, claro, de que vivo en la pura paradoja. A veces estoy disfrutando mucho y recuerdo: "Tengo el sida". Es como un choque brutal. Lo peor es el tiempo que sigue a los ratos felices: una reunión familiar, un buen concierto, un reportaje que he hecho apasionadamente... estas cosas van seguidas de un bajón tremendo: es el desgarro de saber que lo bello, lo interesante, lo entrañable, seguirán ahí cuando yo ya no esté. Y, pese a todo, espero un futuro mucho más hermoso...

Me he vuelto intransigente en muchas cosas. No soporto que quienes no han sufrido me endosen sermones piadosos. "primero que pasen lo que estoy pasando yo -pienso- y luego hablaremos". Y, sin embargo, no me encuentro capacitada para juzgar a nadie...

Tampoco admito el marchamo de marginado que la sociedad ha colocado al sida. Me siento mucho más comprendida por los enfermos de mi enfermedad que por los sanos dispuestos a "aceptarme" porque no procedo de lo que llaman grupos de riesgo. Sólo un enfermo de sida sabe lo que siente otro enfermo de sida, independientemente del origen que haya tenido la enfermedad. Trato de conectar con ellos aunque sólo sea a través de unas frases en la antesala del médico. ¡Cuánta necesidad tenemos de hablar unos con otros, de comparar experiencias, de conjurar -llamándoles por su nombre- nuestros temores!

Así, oscilando como un péndulo loco, voy viviendo en la enfermedad. Me siento mejor y más fuerte cuando tengo ocasión de acoger y escuchar a algún enfermo como yo. Pero soy consciente de que, al tratar de ayudar a los demás, estoy buscando también, desesperadamente, ayuda para mí, y quizá en

acompañamiento mutuo por un camino tan duro sea donde se encuentre el pleno sentido de nuestras vidas.

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