Mar adentro, de Amenábar: una reflexión
sobre la eutanasia activa

La película es tramposa, pues lo que parece natural, espontáneo y casual, responde a un diseño de tiralíneas para dosificar el elemento ideológico.

Juan Orellana
Alfa y Omega



Película con evidente intención e impecable en el sentido técnico

        Se ha estrenado Mar adentro, la última película de Alejandro Amenábar, un director que hasta ahora sólo se había movido en el terreno del cine de género del fantaterror y que ahora debuta con un drama de envergadura sobre el suicidio inducido de Ramón Sampedro.

        A pesar del cambio de temática la presencia de Amenábar se descubre fácilmente por su forma de emplear los recursos cinematográficos. Por un lado reconocemos nuevamente su capacidad de “seducir” al espectador, es decir, de llevarlo por dónde él quiere, algo que aprendió de Hitchcock y que Amenábar ha llevado a su mayor potencialidad. Por otro lado, sigue encantado de hacer incursiones en cuestiones de índole metafísica para las que no ha recibido ninguna preparación. Veamos.

        Como aproximación al drama humano de Sampedro, la película es correcta, no cae en histrionismos, ni hace concesiones a la lágrima fácil. En ese sentido, Amenábar sigue fiel a su talante frío y distanciado, aunque esta es su película más “carnal”, más creíble. Los personajes parecen ponderados y aparentemente se ofrece un abanico de posibilidades ante la petición suicida de Sampedro. Pero no pensemos que detrás de la sutileza y elegancia del film no late una tesis clara. Y esa tesis la encarna el personaje de Belén Rueda: una vida cercenada por la enfermedad no vale la pena. Dicho de otra forma, la vida no es un don, sino un derecho: tan lícito es mantenerla como cortarla. Y todo en aras de la libertad personal.

        Nada de esto se pregona demagógica o discursivamente en el film, sino que se va fraguando y remansando en las orillas de una película envolvente y atractiva, llena de encanto y calidad.

La inadvertida, poderosa e infalible trampa de "Mar adentro"

        Sin embargo, ningún personaje encarna la concepción de la vida como don, algo evidente en el film a pesar de Amenábar (es tan obvio que todo lo que rodea a Sampedro es un regalo para él), sino que el planteamiento es exclusivamente emocional, o como mucho, de un sentido común acrítico: “En mi casa no se mata a nadie”, grita el hermano; “no quiero que te mueras”, le dice la amiga de Boiro. Pero nadie profundiza en los porqués de la vida o de la muerte, y lógicamente, la postura de Sampedro, fría, convencida, impasible,... gana la partida por goleada.

        La película en este sentido es tramposa (¿qué película de Amenábar no lo es?), pues lo que parece natural, espontáneo y casual, responde a un diseño de tiralíneas para dosificar el elemento ideológico. Los personajes más sencillos, menos cultos, aún débilmente vinculados a la tradición, son los que defienden –en un principio– la conservación de la vida de Sampedro. Incluso su tosco y primitivo hermano alude a la voluntad de Dios. En cambio son los urbanitas, cosmopolitas y poliglotas, los modernos, los que reivindican una concepción a-metafísica de la vida para apoyar los deseos de Sampedro.

La falta de verdad arruina todo el trabajo

        Frente al acogimiento de la vida como don, Sampedro está enamorado de la muerte, pero no en un sentido hipervitalista a lo Millán Astray, sino como cerrazón absoluta a la posibilidad de un significado para su existencia. Cuando alguién le ofrece una razón para vivir, él la rechaza con tozudez y agresividad: abrirse a esa posibilidad rompería sus esquemas.

        Por último Amenábar le ofrece un brindis a la Iglesia, que a punto está de arruinarle la película. Se trata de una escena en la que un sacerdote tetrapléjico le visita para animarle a vivir. Es tan patética, bochornosa, disparatada e inverosimil que hace añicos el clima de seriedad y contención que envuelve el resto del film. Es una cuña publicitaria, rabiosamente malintencionada y dirigida exclusivamente contra todo el corpus de la moral católica.

        En fin, hay que reconocer el oficio indiscutible de Amenábar, portentoso director de actores, montador y realizador deslumbrante. Pero su destreza visual no nos impide reconocer el pensamiento único que sustenta su ideología positivista y laicista, una ideología que le hará permanecer en el podium de los grandes directores, pero que le impedirá estar en la de los maestros.

Conceptos

Testimonios

Los médicos

Gente diversa

Correo

La Filosofía

El Derecho

Con la Iglesia

New

Principal