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LA EUTANASIA NO ES UN BIEN
RECIBIDO
Un negociado de inyecciones letales no es
una conquista más
del Estado de bienestar, es una náusea.
Pablo
Salvador Coderch (27.II.98)
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Un negociado de inyecciones letales
no puede ser una conquista
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No es la innovadora
posición moral de algunos, sino el retorno del
sentimiento atormentado de que vivimos para morir, el eco
atávico de la España pesimista, depresiva,
negra: ahora resulta que es progresiva la muerte y que el
Estado ha de ayudar a morir a la gente cansada de vivir. Mas
hay buenas razones jurídicas y sociales para parar
los pies a los ministros de muerte que nos acosan con sus
mensajes de tristeza irreparable. Las hay también
morales y religiosas, pero me interesan sobre todo las
primeras, tal vez por deformación profesional y acaso
porque uno empieza a estar harto de tanto aprendiz de brujo
metido a legislador de cinco a siete.
Para empezar, no existe nada
parecido a un derecho a la muerte ni nadie en su sano juicio
puede pretender que el Estado reconozca a ninguno de sus
ciudadanos la facultad de exigir ante un tribunal que un
funcionario le inyecte una sustancia letal. El
ejército diverso de filósofos y moralistas que
ha irrumpido en tromba en el mundo del derecho reclamando
una ley que reconozca la eutanasia debería saber que
no es bien recibido: un negociado de inyecciones letales no
es una conquista más del Estado de bienestar, es su
náusea. Creerán que exagero. Puede ser, pero
en una proposición de ley presentada el pasado 8 de
febrero por un grupo cuyo nombre la piedad me ha hecho
olvidar, leo que quien "padeciera enfermedad crónica
que produjera graves padecimientos físicos o
psíquicos permanentes difíciles de soportar"
podrá pedir notarialmente a su médico que
informe al respecto para que alguien pueda matarle
impunemente y, lo que aún es peor, que "el Gobierno
elaborará un reglamento que /.../ garantice el
derecho a que se adopten las medidas oportunas para acceder
a una muerte digna".
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Se habla y se escribe sin
saber
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La propuesta, felizmente rechazada por el resto de nuestros
parlamentarios, habría permitido a los padres de un
recién nacido pedirle al médico del seguro que
lo matara "en los casos de pérdida definitiva de
consciencia, e insuperable, con reducción absoluta de
sus facultades vitales autónomas". Décadas
después, los hermanos del muerto podrían haber
aplicado a sus padres, dementes seniles, el ejemplo que
éstos enseñaron. Miseria de una abortada
legislación cuyos autores ni siquiera se tomaron la
molestia de consultar modelos comparados, como el publicado
en el número 33 de la "Revista de Legislación"
de la Universidad de Harvard de 1996.
El director de este diario
escribía hace unos días que en este
país no hay cordura. Añado que no se puede
legislar a golpe de crónica de sucesos y tertulia
radiofónica: nuestros publicistas ni siquiera
distinguen entre suicidio (alguien quiere matarse y se
atreve a hacerlo), auxilio al suicidio (quiere, pero no
puede o no se atreve) y eutanasia voluntaria e involuntaria
(matamos para ahorrar mala vida después de preguntar
o sin necesidad de ello cuando el interesado -comatoso,
niño, demente senil- no rige). Además,
cualquier estudiante de Derecho sabe que los casos
difíciles sientan malos precedentes: la tragedia de
Ramón Sampedro, un tetrapléjico que, tras
más de un cuarto de siglo de padecimientos,
consiguió que alguien le ayudara a morir, parece
haber abierto la veda de los ministros de la muerte.
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Pero una cosa es que, ante un caso límite, los
cooperadores necesarios al macabro y escenificado suicidio
del interesado no sean sancionados y otra muy distinta que
el mensaje enviado por los medios de información y la
sociedad española a los millares de
hemipléjicos y tetrapléjicos, de cancerosos y
cardiópatas, de enfermos de sida o de
artríticos sin remedio de este país, consista
en que lo mejor que pueden hacer es reflexionar sobre si
quieren beber una solución de cianuro potásico
y así dejar de sufrir y de causar molestias. Yo no
estoy de acuerdo con este mensaje deprimente y letal: hay
que ayudar a vivir, que no siempre es fácil; en
algún caso aislado, habrá que dejar morir,
pero matar es una solución demasiado sencilla. Cuesta
tan poco, que está al alcance de cualquier
incompetente.
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Ramón Sampedro y Christopher
Reeve
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Comparen el caso español de
Ramón Sampedro con el de Christopher Reeve, un actor
de cine que hará unos veinte años
encarnó el papel de Superman en una película
de éxito. En 1995 cayó de un caballo y se
rompió el cuello, pero también se negó
a rendirse y su gente le ayudó a vivir. Entonces,
postrado en su silla de tetrapléjico, Christopher
Reeve fue realmente Superman: creó una
fundación, dio conferencias, enardeció a la
convención del Partido Demócrata de 1996 y el
país entero se volcó en su favor y en el de la
causa de quienes están como él. Muchas cosas
malas pueden contarse de América, pero pueden estar
seguros de que sus ciudadanos no dejan caer a quien no se
resigna a su suerte y lucha por la vida que le ha tocado
vivir.
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Dos casos del Tribunal Supremo
Federal estadounidense: Vacco contra Quill y
Washington contra Glücksberg
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No me asombra que el pulso de aquel
país no sea el de esta España negra que
algunos nos vuelven a proponer para este segundo 98. Hace
menos de un año, algunas de las numerosas cuestiones
legales que plantea la eutanasia fueron tratadas por el
Tribunal Supremo Federal estadounidense en dos casos (Vacco
contra Quill y Washington contra Glücksberg) cuya
lectura y discusión ayudaría a quienes tienen
ahora en España la responsabilidad de legislar sobre
la vida y la muerte. Unos enfermos terminales de
cáncer, enfisema y sida pretendían auxilio
médico para adelantar su muerte en contra de lo
previsto por las leyes de sus estados, Washington y Nueva
York. Alegaban que la Constitución garantiza a una
persona adulta y consciente el derecho a decidir sobre su
propia vida. Significativamente, seis de los más
prestigiosos filósofos morales del mundo
anglosajón, encabezados por Ronald Dworkin,
redactaron un escrito en apoyo de su petición. Pero
los jueces del Tribunal Supremo Federal se negaron a admitir
la tesis fundamental del escrito, según el cual
tampoco hay que distinguir entre eutanasia activa -matar- y
pasiva -dejar morir, desconectar la maquinaria que mantiene
la vida-.
Llevan razón: en la vida y
en el derecho la regla de principio es que no es lo mismo
hacer algo que abstenerse de ello. A diferencia de los
filósofos, cuyo cometido es cavilar, jueces y
médicos saben que sus sentencias y prescripciones se
ejecutan. Por eso suelen ser mucho más prudentes.
Bien está que estas cuestiones terribles se discutan
seriamente o, incluso, que haya profetas de la muerte. Pero,
de momento, no quiero ministros.
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